viernes, 26 de abril de 2024
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José Luis Meilán Gil

Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de A Coruña. Miembro de número de la Real Academia Gallega de Jurisprudencia y Legislación. Ex Consejero de Estado. Ex Rector de la Universidad de A Coruña. Diputado al Congreso en las dos primeras legislaturas.

Prescindiendo de la preferencia del varón en la sucesión al trono, las reformas de la Constitución que suelen proponerse se refieren a las Comunidades Autónomas y Senado Pueden resumirse en el excesivo gasto, cuando no despilfarro de aquellas, en la falta de claridad en la distribución de las competencias entre Estado -que habría que fortalecer- y las Comunidades autónomas, y la inutilidad del Senado o su deficiente configuración. Para los nacionalistas el Estado de las autonomías actual no resulta satisfactorio y la posición del PSC condiciona la propuesta del PSOE por un Estado federal.

En mi opinión no creo que sea necesaria la reforma del Estado previsto en la Constitución de 1978, en cuya elaboración tuve la oportunidad de participar. Los problemas que se aducen para justificar la reforma no se deben tanto a lo que establece la Constitución, como a su aplicación, y de un modo más explícito a su vulneración, que ha supuesto una auténtica mutación constitucional. Frente al eslogan de reformar la Constitución propondría el de volver a la Constitución: el Estado autonómico diseñado por la Constitución, y no el desvirtuado, que ha venido a ser la consumación del "café para todos".
Desde la Constitución, reformada por lo que se refiere a la estabilidad presupuestaria, puede superarse la mayor parte del gasto desbocado que ha alarmado con razón a la ciudadanía y que es innecesario pormenorizar. La propuesta del Estado federal incrementa el gasto y, lo que es más importante, no resuelve la singularidad que desde el origen se encuentra en el meollo de "la cuestión catalana", clave en la Constitución de 1931 y a la que en 1978 se dio una respuesta con la que el grupo parlamentario Minoría catalana se sintió "cómodo".
En favor de la reforma, junto a razones políticas existen otras de carácter académico, desde una influyente corriente doctrinal que ha venido descalificando técnicamente el título VIII de la Constitución hasta considerarlo como "un desastre sin paliativos". No vale la pena recordar las contradictorias posiciones de los grupos parlamentarios en el momento constituyente. Con toda conciencia se partió de la Constitución de 1931. Se trataba de superar el paréntesis que se había abierto en 1936, con una guerra civil por medio, instaurada una Monarquía y con la solemne declaración de Don Juan Carlos de ser Rey de todos los españoles.

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