jueves, 25 de abril de 2024
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Ignacio Sánchez Amor

Ignacio Sánchez Amor. Grupo Parlamentario Socialista. Vicepresidente Segundo de la Comisión Constitucional

La propuesta política de reforma de la Administración es un "clásico" en los programas de los partidos. Por muchos y justificados motivos. En primer lugar porque el Estado contemporáneo es un Estado prestador de servicios, ya no basta con la mera preservación de las reglas de juego liberales y el principio de intervención mínima.

Cualquier Estado moderno, incluso los que dicen inspirarse en los esquemas liberales más dogmáticos, está a años luz de ese Estado raquítico que dibujaban los clásicos del pensamiento capitalista decimonónico. En segundo lugar por el hecho de que las Administraciones deben ofrecer servicios nuevos, que en muchos casos son una forma de amparar nuevos derechos. Por ejemplo, la dependencia o la protección de nuestros datos personales dan lugar a estructuras administrativas de nuevo cuño, para cuya implantación son necesarias reformas normativas y, en lo que nos toca, organizativas. En tercer lugar, la reforma se impone como una premisa no ya solo por la existencia de nuevos servicios, sino también por la necesidad de emplear nuevos métodos incluso para los servicios más tradicionales.

Toda la implantación de la Administración electrónica supone una gran reforma administrativa por sí misma, o, mejor, una suma ingente de reformas escalonadas en los procedimientos, desde los normativos a los ejecutivos. Y, en cuarto lugar, y no ya solo como nuevo derecho que la Administración deba prestar, sino como derecho ciudadano "sobre" la propia Administración, aparecen todas las reformas vinculadas al derecho de acceso a la información pública, a la rendición de cuentas y a la transparencia. De hecho, hoy sospechamos que la eficacia de las nuevas (y cortas) regulaciones en esta materia va a depender mucho de la voluntad política y de la capacidad financiera para acometerlas.

Las reformas deben ser continuas en el tiempo

Tras todo lo dicho, por tanto, parece obvio que la oferta política de reformas administrativas debe ser continua en el tiempo y alcanzar (con las perspectivas y prioridades de cada cual) a todas los partidos políticos. Porque hay nuevos derechos, nuevos servicios, nuevos sistemas de prestación de los servicios y nuevas exigencias ciudadanas sobre el funcionamiento de las Administraciones. Y, en consecuencia, deberíamos sospechar de las intenciones de cualquier propuesta en singular ("la reforma de la Administración") que se pretenda la gran, la única, la inexcusable y la definitiva reforma. Es mucho más realista y respetuoso con los ciudadanos hablar de "las sucesivas reformas de las Administraciones". Todas las reformas, todas las Administraciones y, especialmente, su despliegue continúo en el tiempo, a medida que crecen o varían las necesidades. Así ha sido a lo largo de estos treinta y cinco años. Una larga y siempre inacabada sucesión de reformas para que la Administración no perdiera el tren de una sociedad cada vez más exigente e informada.

La gran operación, al menos en lo que toca a la escala, ha sido la creación de las Administraciones autonómicas a partir, inicialmente, de las transferencias estatales y luego por la voluntad política de prestar más servicios que los meramente transferidos. Ahora, con la crisis (pero sobre todo por una cuidadosa inoculación de medias verdades y tergiversaciones aprovechando esa coyuntura), se examinan críticamente las estructuras administrativas autonómicas. En muchos casos, con razón. Pero precisamente por ello es bueno recordar la satisfacción generalizada que producía hace pocos años (las encuestas del CIS lo mostraban) servicios públicos gestionados políticamente desde la inmediata cercanía y sometidos al escrutinio periódico cotidiano y próximo.

Mucha España silente y adormecida despertó todas sus energías sociales con el autogobierno y el derecho a establecer sus prioridades públicas. Y mucha España antes sometida y humillada encontraba en las instituciones propias un reflejo de su identidad y de sus opciones como comunidad. Más administraciones y más poder político legitimado por el voto en sus cúspides aseguraban razonablemente una mejor atención a las necesidades y derechos de los ciudadanos. Han sido los años en los que las manifestaciones reivindicativas dejaron en buena medida de hacerse ante los ministerios para hacerse ante las presidencias y consejerías autonómicas, en una demostración gráfica, y mucho más contundente que los decretos de transferencias, de dónde residía también el poder.

Pero quizá la reforma más profunda, la que más afecta al modo de ser de las Administraciones, ha sido el cambio en las actitudes y el modo de ser de los empleados públicos. Antes vistos con temor reverencial, porque aparentemente de su cambiante humor podía depender la satisfacción de un derecho o un interés; y ahora, en el otro extremo, vilipendiados y caricaturizados como una casta intocable ajena de las dificultades de los demás. Esta democratización de nuestra Administración pública, la asunción por parte de los funcionarios de su carácter real de servidores públicos, los mecanismos de transparencia y responsabilidad, la cercanía y la accesibilidad incluso física de los servicios administrativos (de la ventanilla en una mampara hacia la que te inclinas para solo hacerte oír a la silla frente a una mesa en la que figura el nombre de quien te atiende), la existencia de derechos de representación y protesta de los propios empleados públicos, etc. han supuesto el verdadero cambio profundo en nuestras estructuras burocráticas, mucho más allá de los avances telemáticos, en bastantes casos meramente instrumentales.

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