Muchos de los del bando perdedor, que nacimos pocos años después de acabar la guerra del 36, sobre todo en zonas fabriles, extrarradios de ciudades, pequeñas poblaciones o incluso en el campo, no sabíamos a ciencia cierta lo que era un funcionario.
Se identificaba, claro, a los alguaciles y guardiaciviles, maestros? Se sabía que había soldados -se hacía la mili- y también policías. Pero costaba relacionar todo eso entre sí, porque ¿Qué tenía que ver un maestro con un militar? Las "autoridades", eran algo lejano y ajeno. A veces, se remitían a simples aunque temidas imágenes en el cine y los periódicos. Muy pocos de mi generación aspiraban, en fin, al funcionariado. Y, sin embargo, estos existían, muy abundantes, y claro, asociados al régimen de Franco.
No era quizá esta la percepción de quienes vivían más cerca de la Administración como, por ejemplo, los ciudadanos de aquel Madrid, escenario en su tiempo de El Cesante, el cuadro de Ramón de Mesonero Romanos, que describía el desgraciado perfil de los funcionarios de la España decimonónica, enfeudados a los avatares políticos. Cuando un partido político llegaba al poder nombraba gentes afines a él, pero al ser sustituido por otro, eran cesadas y reemplazadas por afines. Al retomar el primero el poder, volvía a hacer lo mismo y así sucesivamente. Este procedimiento, habitual durante décadas, hacía que aquéllos funcionarios viviesen en una inestabilidad perpetua.
Crece la brecha entre quienes disponen de un empleo y quien no lo tiene
Afortunadamente, no es esta la situación del funcionariado de hoy en día. Por el contrario, en la opinión pública está instalada la imagen del empleado público como sinónimo de estabilidad laboral a perpetuidad. Cosa que tampoco se corresponde con la realidad, si se tiene en cuenta que la mayoría de quienes trabajan en las Administraciones públicas son contratados. Es decir, su puesto de trabajo y su remuneración, como en la cualquier compañía privada, están sometidos a muchos avatares y, consecuentemente, pueden perderse.
Pero también es verdad que crece la brecha entre quienes disponen de trabajo fijo, aunque no sea a perpetuidad y quienes, cada vez más, se encuentran abocados a una precariedad creciente. Esta dualidad, consecuencia de la tendencia a la desregularización del mercado de trabajo, que también se está instalando, directa o indirectamente, en las Administraciones públicas anuncia un panorama muy poco alentador para el empleo. De hecho, la foto de la realidad laboral ya nos muestra un universo integrado por masas atomizadas de desprotegidos, privadas de derechos, precarizadas? que, como es natural, sacralizan el empleo fijo, un bien cada vez más escaso. A cambio, se ofrece como panacea, el autoempleo, el emprendimiento, que resulta la vía más expeditiva hacia un mundo de individualidades abocadas a vender su fuerza de trabajo como buenamente pueden, en la jungla de la explotación. Sin regulaciones, sin derechos y, a ser posible, sin contrato.