martes, 19 de marzo de 2024
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< ver número completo: EE.UU.-China, la guerra fría del siglo XXI
José Antonio Nieto Solís

​Europa, más necesaria que nunca

Profesor titular de Economía Aplicada Universidad Complutense de Madrid

La globalización no respeta fronteras. Bien lo sabe Donald Trump, aunque en sus proclamas y tuits priorice los nacionalismos. Aunque abra guerras comerciales en nombre de su país, los intereses que le mueve van más allá de las fronteras y las banderas. Parece que en su estrategia los formatos no importan. Y eso es difícil de entender en Europa, donde, además del fondo, las formas tienen valor.


Comercio de china y europa



Sin aparente preocupación por la diplomacia, Trump arremete contra cualquiera que no comparta sus opiniones e intereses. Pero sabe dónde dispara y lo que busca. Porque el presidente norteamericano tiene claro a quién se debe: a las empresas que le apoyan y se benefician de ello, y a quienes le han votado, afianzando un discurso que los reafirma en lo que pretenden seguir siendo: el centro de su propio universo local, el ombligo del mundo, la cabeza del imperio (sin cuestionar que la Tierra es incapaz de generar recursos y de absorber residuos al ritmo que exige mantener el estilo de vida y la posición mundial de EE.UU.).


Abrir una guerra comercial con quien puede hacerle sombra –China– es solo un primer paso en la estrategia del presidente norteamericano y su entorno. 


Los ataques también están destinados a dividir a los que ofrecen alternativas: Europa. Y van dirigidos, a desmantelar el multilateralismo como base del actual sistema internacional, para volver a planteamientos aparentemente nacionalistas y bilaterales (y a presiones chantajistas).


El trumpismo parece reposar sobre un nacionalismo más retórico que real, pero sus consecuencias geopolíticas no son baladí. Consigue bloquear a ciertas multinacionales (Huawei), favoreciendo a otras, aunque a muchas de ellas –con independencia de su lugar de origen– les resulte muy fácil ignorar las fronteras convencionales; solo invocan su carácter local si lo necesitan para maximizar beneficios a escala global. 


Los paraísos fiscales son un excelente ejemplo de cómo los movimientos de capitales burlan cualquier barrera. 


La deslocalización y fragmentación de los procesos productivos, y el creciente tráfico comercial entre compañías del mismo grupo, ayudan a entender hasta qué punto las normas aduaneras puedan ser adulteradas, aunque su base legislativa sea nacional. Para Trump, los aranceles son un instrumento de presión, una advertencia de que nada frenará su plan. La cuestión es que ese plan genera víctimas, dentro y fuera de Europa.


El proteccionismo y las guerras comerciales han mostrado su poder destructivo a lo largo de la historia. Sin embargo, mientras la maquinaria económica de EE.UU. funcione será difícil que una mayoría de sus ciudadanos estén dispuestos a rescatar las enseñanzas de la historia y mirar al futuro de forma menos egoísta y más sostenible.


La protección no favorece a un país, sino a la oligarquía de un país. No es útil para las empresas, sino para algunos empresarios. Y no beneficia a la ciudadanía, sino a ciertos colectivos. A menudo, sus beneficios se limitan a la satisfacción moral de saberse protegidos del enemigo, real o ficticio, y de quienes son o piensan distinto (inmigrantes, sociedades foráneas…). Los costes son difíciles de valorar, ya que la transnacionalización afecta cada vez a más actividades y éstas se encadenan sin respetar criterios nacionales. La prioridad empresarial es mejorar la cuenta de resultados, si es posible a escala mundial. Por eso, en materia de fronteras y de políticas económicas las apariencias engañan: aunque algunos gobiernos cedan al chantaje trufado de protección arancelaria, las guerras comerciales no las disputan países, sino empresas.


Si nada lo impide, la lógica de la concentración y centralización del capital lleva a las grandes compañías convertirse en monopolios globales.


La competencia se diluye, sobre todo cuando hay grupos de presión por medio. El creciente poder de las finanzas refuerza la expansión de las actividades, buscando posiciones hegemónicas en los mercados. Por ello, para Trump el gran rival está en China. No importa si las fronteras y los aranceles han perdido relevancia o si el poder chino se ha extendido por el mundo de la mano de sus multinacionales y sus ciudadanos, con el debido respaldo gubernamental. Cuanto más simple sea el mensaje y sus formas, más contundente resultará y mayor será su capacidad para ocultar los intereses de fondo. Los estereotipos ganan la partida: los enemigos son China, la UE, la burocracia multilateral…


Pero no va ser fácil para Trump, ni para nadie, frenar la internacionalización de las empresas chinas (o de otra procedencia). Entre otras razones, porque los agentes económicos del gigante asiático están reforzando sus alianzas en el mundo y, si es necesario, responderán con las armas que tienen: medidas de defensa comercial, restricciones sobre exportaciones de materiales estratégicos, uso de la política monetaria y cambiaria, alternativas a las actuales redes de comercio, distribución e información, apoyo a los organismos mundiales que sobrevivan a los ataques de Trump, y creación de nuevas agencias internacionales, por si acaso. China lleva tiempo preparándose para que su tecnología, sus transportes y, si es preciso, su liderazgo y sus finanzas estén en el eje del mundo. A muchos les gustaría decir lo mismo. Pero no pueden.


En medio de esa situación, las consecuencias para Europa son evidentes. La guerra comercial es una sucesión de batallas para afianzar el poder de algunos grupos económicos, además de un golpe de Trump sobre el tablero mundial para consolidar la hegemonía del neoliberalismo en todos los ámbitos posibles. El sesgo ultraconservador, antidemocrático, antisocial, individualista, consumista, supremacista y negacionista que está detrás de la estrategia de Trump no es compatible con los objetivos de la integración europea. No puede serlo, ni en el respeto a los derechos humanos y al principio de no discriminación, ni en el esfuerzo por preservar el medio ambiente, ni en la voluntad de activar mecanismos reguladores de las actividades económicas y empresariales en favor de la equidad, la cohesión y la igualdad de oportunidades. 


Aunque la lógica de la acumulación de capital tenga carácter universal, conviene recordar que la construcción europea reposa sobre mecanismos reguladores y políticas públicas que el trumpismo desprecia sin pudor.


La UE debería tenerlo claro y actuar en bloque contra la táctica trumpista. Si no lo hace, está en riesgo su futuro y está en vías de extinción su proyección internacional. Más aún si los organismos multilaterales se eclipsan de un modo definitivo. La OMC –semiparalizada desde hace tiempo– ofrece el mejor ejemplo, pero no el único, del escenario que a Trump le encantaría: fulminar cualquier regulación que cuestione la idea de America First. Aunque sería más apropiado decir Primero yo y los míos. Primero lo privado y después lo público, podría añadirse. Por ello, aunque la actual UE esté atrofiada y su política exterior sea invisible, Europa es hoy más necesaria que nunca.


Una prueba más de que Trump no desperdicia munición: en su reciente visita a Reino Unido no ha dudado en reafirmar su interés en que la UE se desintegre; ha repartido brebajes para digerir un Brexit duro; ha prometido acuerdos comerciales fantásticos a quien siga la música de su flauta embaucadora; ha atacado sin tapujos a quienes están en el lado del mal (incluidos los medios de información discrepantes)… Eso da alas a uno de los grandes peligros de la UE: el resurgir de los nacionalismos, la eurofobia que recorre el Viejo Continente tapando con su sábana fantasmal las posibles críticas constructivas a lo que no funciona, que es mucho, para reflotar la pobre y manoseada idea de que los Estados nacionales son lo sustantivo, son el futuro. Pero no es cierto. Los Estados nacionales, sus barreras, sus políticas, son atravesadas sistemáticamente por la globalización económica, financiera, cultural… Además, los Estados miembros de la UE llevan décadas suprimiendo fronteras y levantando legislaciones comunes, como medio para fortalecer sus actividades económicas y preservar valores compartidos (tolerancia, apertura, cohesión…), aunque también por la certeza de que Europa está perdiendo relevancia en la escena mundial.


La UE es una gran potencia comercial, pero va por detrás de EE.UU. y de China en tecnología (la batalla 5G no ha hecho más que empezar). La población europea tiene cada vez menos peso en el mundo. Pervivirá la herencia cultural, si el neoliberalismo trumpiano y su doctrina oligopolista no triunfan de forma devastadora. 


La conclusión parece clara: Europa resistirá si actúa junta, si fortalece su unión, si refuerza su identidad interna y externa… Si elude las guerras comerciales y apoya el multilateralismo, en vez del falso bilateralismo nacionalista de Trump.


La integración europea tiene problemas muy serios: divorcio entre instituciones y ciudadanía, deficiencias de la unión monetaria, insuficiente cohesión económica y social, gap tecnológico, agotamiento demográfico, inmigración como falsa amenaza, crisis fiscales recurrentes, recortes de las políticas públicas, auge de la intolerancia, efectos del calentamiento global… A esos problemas, cual meteorito exterminador, se ha sumado una amenaza más: Trump ofrece aire envenenado a una UE que está sin oxígeno. 


Lamentablemente, en Europa hay quienes prefieren desactivar la integración, ser minúsculos, desenterrar nacionalismos reacios a compartir soberanía, quizá porque en sus proyectos la palabra soberanía vibra con más fuerza de la que realmente tiene.


De ahí la importancia de impulsar la construcción europea, haciendo tangibles para los ciudadanos los beneficios potenciales de la UE. De ahí la necesidad de reforzar la presencia de Europa en el mundo (los agentes económicos ejercen con autonomía sus actividades, pero la UE ha de estar presente en los foros donde se regulan, aunque sea parcialmente, los procesos de internacionalización). Y de ahí la obligación de utilizar argumentos y desarrollar medios de acción, no bélicos, destinados a preservar los logros sociales de las naciones europeas. Son logros que no pueden inspirarse en viejas fórmulas imperialistas, sino en nuevos caminos abiertos a la cooperación internacional y a un orden multilateral más sostenible, democrático y equitativo. Y no es eso lo que busca Donald Trump y quienes le apoyan y se benefician de ello.

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