jueves, 25 de abril de 2024
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Ignacio Muro Benayas

​¿Neoproteccionismo? Las claves de la decepción progresista

Profesor de periodismo en la Universidad Carlos III

Que el neoproteccionismo surja en Gran Bretaña y EE.UU., la cuna de Thatcher y Reagan, los líderes que impulsaron hace casi 30 años el neoliberalismo, es el fenómeno que mejor define las contradicciones actuales de la globalización económica. Que sean Trump o Le Pen quienes capitalicen el desencanto social que provoca la desigualdad global es el fenómeno que mejor define las contradicciones y limitaciones de la izquierda política en los países desarrollados.


Free Trade and Protection


Sin posibilidades de discutir las causas que someten al mundo en un estado de shock, sin que el pensamiento racional progresista muestre a donde vamos y en qué plazos, las personas comunes se niegan a seguirles el juego y dicen basta.


La izquierda sigue apuntada al consenso sobre la libertad de comercio como algo intocable y cuasireligioso, un mito absoluto de progreso en tanto que símbolo de sociedades abiertas. En la práctica no es así. Todo es cuestión de medidas, de prioridades, de ritmos, de prisas o pausas.


Aunque la libertad de movimiento para mercancías, capitales y trabajo sea la tendencia deseable, solo se transforma en progreso si se desarrolla con una agenda equilibrada y armónica, una condición imposible en la época acelerada y desigual en la que vivimos. El librecambio es ya pura retórica en aspectos esenciales. 


Mientras Occidente levanta su bandera, activa todas las medidas proteccionistas para evitar la libertad de movimiento del trabajo, incluida el cierre de fronteras a refugiados e inmigrantes. 


Al tiempo, se niega a poner coto al exceso de libertades para el movimiento de capital, origen de los paraísos fiscales. Donde debería facilitar la libertad de movimiento, introduce protecciones y donde debería establecer protecciones y control se muestra libérrimo.


A la velocidad en la que se desarrollan los cambios, la incomprensión de la globalización está asegurada, señala Stephen Roach. Y es que, en el hiper-conectado mundo de hoy, ya no sirven los argumentos desarrollados por David Ricardo en el siglo XVIII, cuando hablaba de las ventajas comparativas de Inglaterra y Portugal para la producción de telas y vino.


A la misma conclusión llegó en los últimos años de su vida el premio Nobel Paul Samuelson, defensor acérrimo de las ventajas de libre comercio, cuando señaló que la teoría de las ventajas comparativas no sobreviviría a este mundo. La causa la situaba en la aceleración histórica que provoca la acción combinada de la globalización y el cambio tecnológico en las leyes económicas. El ejemplo de ello era China que no solo se ha convertido en la fábrica del mundo de bienes de bajo valor, objetivo que ya rebasó a finales de los 90, sino que ha conseguido especializarse en reproducir masivamente tecnologías disruptivas con mano de obra barata.


Demasiada velocidad, demasiado desequilibrio, demasiadas ventajas comparativas. No es extraño que sea ahora China la que defienda la libertad de comercio y EE.UU. el proteccionismo.


CUANDO LA HISTORIA APORTA LECCIONES CONCLUYENTES


La liberalización económica ha sido siempre el argumento de los que obtienen ventajas con ella. Así ocurrió siempre.


Hace 150 años un episodio anticipaba la importancia de los tiempos en la agenda de liberalización del comercio. En 1865, Ulisses Grant, presidente de EE.UU., sufría presiones para someterse a la libertad de comercio que propugnaban los manchesterianos del Reino Unido, entonces la potencia económica indiscutible. Ulisses se opone afirmando: “Nosotros también estaremos de acuerdo con implantar la libertad de comercio, pero será dentro de 100 o 200 años, cuando hayamos sacado todo el partido a las políticas proteccionistas”. Y así ha sido.


Si la integración de España en la UE no se puede cuestionar, la velocidad impuesta por Alemania y aceptada por Felipe González facilitó una desindustrialización acelerada en un shock brutal del que España no se ha recuperado.


El argumento de fondo queda claro: el acceso a la libertad económica exige ritmos adecuadamente lentos para los que tienen estructuras más débiles; los ritmos acelerados en la integración es el camino de la desigualdad, porque consolida el poder de los poderosos.


EL FRACASO DE LA UE: HAYEK FRENTE A HABERMASS


La socialdemocracia ha creído muerto demasiado pronto el Estado-nación, paradójicamente rehabilitado con la crisis. E ignora experiencias de los países que decidieron no entrar en la UE, como Suiza, Islandia, Noruega, o los que optaron por quedarse fuera de la eurozona como Suecia, Dinamarca, el Reino Unido o Polonia. Todos ellos mantienen mayores niveles de consensos entre sus poblaciones que los integrados en la eurozona y han conseguido salir de la crisis más rápidamente. Fuera de Europa, países como Corea del Sur, Chile, Canadá, Nueva Zelanda o Australia tampoco parecen estar en riesgo por no integrarse en federaciones mayores.


La necesidad de migrar las competencias del estado-nación a instancias superiores fue asumido por la socialdemocracia como un mantra para defender los valores del estado social contra la globalización neoliberal. El profesor Glyn Morgan confronta esa posición, representada por Jürgen Habermas, con la de Hayek, el economista austriaco considerado uno de los padres del neoliberalismo, que defendía justo lo contrario: que el desarrollo de la unión federal europea sería muy positivo porque daría ventaja al programa liberal y limitaría la capacidad del estado nación para aplicar políticas de bienestar social.


Hayek defendía la unión europea porque acabaría con el estado social, Habermas porque lo salvaría. Sobra decir a quién está dando la historia la razón.


LAS FALSAS ‘CESIONES’ DE SOBERANÍA


La realidad es que no ha habido una cesión de soberanía desde el rol de ciudadano español o francés o italiano, al de ciudadano europeo. Lo que ha pasado en ese tránsito es que la soberanía se pierde, no se cede, porque no hay al otro lado ningún cuerpo de poder institucionalizado, mínimamente democrático, que la herede. 


La Unión Europea, especialmente desde que el núcleo central se integra en la eurozona, es una organización hayekiana, elitista, que lejos de organizar una soberanía democrática de rango superior al Estado-nación, ha estado minándolo, sistemáticamente.


Manifestarse así no implica defender hoy la salida de la UE o la eurozona, pero sí condicionar su futuro a unas condiciones de supervivencia que deben formar parte de la agenda de los próximos cuatro años. Mientras tanto, es imprescindible no dar un paso más en la cesión de competencias sin antes asegurarse suficientes resortes de control democrático. Y estar muy atentos a los nuevos shocks asimétricos que pueden causar la implosión de la UE en la próxima crisis que nos dejarían fuera y sin alternativa. Eso sí sería el caos.

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