No resulta imprescindible solicitar avales académicos o legitimarse tras una avalancha de citas para constatar que la cultura goza, desde sus más remotos orígenes de un aura divina que, ciertamente, no se corresponde con su privilegiada relación con el poder.
La sola mención de la palabra "cultura" no solo nos sugiere bondades sin fin sino que, además, actúa como eficaz blanqueador de la condición humana. Como si el proceso creativo fuera la varita mágica capaz de hacernos trascender de nuestra condición de seres mortales, fuente de toda elevación espiritual, bálsamo de nuestras miserias. Así, la cultura se percibe como una religión y los artistas actúan como sus sacerdotes. De hecho, la simbiosis entre arte y religión es tan vieja como los tiempos, hasta el punto de que no puede entenderse el uno sin la otra.
Sin embargo, la imagen del artista, construida con sus materiales biográficos y el mito del genio, se proyecta como la de sujeto arrastrado por la intuición y dotado de una fuerza creativa única e inalcanzable por el esfuerzo. En la leyenda del artista aparece la desesperada salvación del ideal de una vida que se despliega libremente fuera de las condiciones sociales y que tiene su punto culminante en la idea del genio que, en definitiva, no es más que una construcción ideológica, un reflejo de la organización social jerárquica -que fue creado para reforzarla-, una ilusión manipulativa.
La imagen del artista es un estereotipo
En cualquier caso, las imágenes mentales del artista se fijan y acaban influyendo en las preferencias y la toma de decisiones de las personas. Los esquemas de la leyenda del artista acaban así subyaciendo en las estructurales sociales y morales de la cultura. La imagen que proyecta y por la que se conoce al artista ha de ser la de creador, cualquier otra imagen o idea sobre éste resulta perniciosa y molesta. La construcción de su imagen sigue obedeciendo a un estereotipo, cuyo origen se remonta al Renacimiento, que adopta su expresión más acabada con el romanticismo y que aún hoy seguimos compartiendo.
Esta imagen, extensible a muchos de quienes operan en el terreno de la cultura, forma parte del reino de lo espiritual y, en consecuencia, está francamente reñida con lo material. De ahí la resistencia del artista a mencionar lo que percibe por sus obras y, en consecuencia, la práctica inexistencia de un discurso histórico sobre la economía de la cultura. Se habla, eso sí, cada vez más sobre el valor de ésta o aquélla obra de arte, de los ingresos obtenidos por los productos culturales, de la cotización del genio?, pero de manera aún vergonzante. Aunque también es cierto que empieza ponerse de moda asociar el arte y la cultura a la riqueza. Composición de lugar que no es desmentida por los profesionales del sector, quizá interesados en ello.