jueves, 28 de marzo de 2024
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Redacción

¿Crisis y cultura? Que no cunda el pánico

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Fernando Martín. Director de la revista Madrid En Vivo Go!

Mal negocio hizo el ciudadano el día que permitió que lo cultural fuese catalogado simplemente como "producto cultural" al arbitrio de una "industria cultural" que, como todas las industrias, pierde de vista el criterio de calidad al supeditarlo al de rentabilidad comercial. La sociedad en su conjunto -representada por la administración del Estado y bajo las directrices de una autoridad supranacional, CE en nuestro caso- comenzó en ese momento a soltar amarras y ha ido abandonando paulatinamente -últimamente, con la crisis, a toda marcha- la protección de un derecho fundamental del ser humano, vertebrador del desarrollo social e impulsor del sentido crítico que toda organización social necesita para un sano desarrollo y control de quienes la dirigen.

1 De dónde venimos

No se recuerda en la educación franquista un esmero especial con respecto a las materias culturales. Es más, es palmario el hurto de sus planes educativos de conceptos o personas cuya obra cultural o artística no coincidían con el ideario del Movimiento, en lo que podríamos denominar una adaptación carpetovetónica del concepto de "arte degenerado" de la Alemania nazi.

La cultura era "de Corte", al servicio de mandatarios no escogidos democráticamente y de la casta económicamente fuerte, que determinaba de modo imperativo lo que era cultura y lo que no lo era; lo que merecía ser considerado arte y lo que no; lo que podía llegar a la ciudadanía y lo que debía ocultársele "por su bien", concepto este último que debemos entender siempre como algo beneficioso de los propios intereses particulares de dicha casta.

Para hacer efectiva esta cultura antiorgánica, el aparato de aquel régimen funesto tenía de su parte unos medios de comunicación serviles, entre los que cabe destacar necesariamente aquella televisión única que servía de poderoso proyector del ideario ideológico y estético de los vencedores de la contienda.

Aquello, como puede suponerse, no sirvió más que para hacer retroceder a la sociedad española a un pasado poco glorioso en el que fue notable la desventaja que sufrimos frente a los estados de fuerte tradición democrática. Aquí, salvo esforzados francotiradores, no se podía pintar libremente -Picasso-, desarrollar música -Pau Casal- o hacer cine -Buñuel- que no fueran bendecidos por aquel general acomplejado y sus adláteres y/o herederos.

Afortunadamente, el carácter poroso y complejo de la natural evolución social, unido a lo mucho o poco que podía desafiar la cerrazón de fronteras ideológicas y se atrevía a cruzar los Pirineos, fue generando un caldo de cultivo en el que, sobre todo en la última época del Régimen, iban desenvolviéndose de forma natural y a pie de calle actitudes culturales y artísticas que calaron pronto en determinadas capas de la cada vez más contestataria población. Esto cobró, aparte de en élites más sensibles, especial relevancia en los tejidos estudiantiles, movimientos obreros y ciudadanos y en determinados colectivos artísticos que se atrevieron a romper el "cordón sanitario cultural" impuesto por el aparato franquista, con el consiguiente riesgo personal.

El caso más sonado es el de la Universidad puesta al servicio de una realidad social que contestó con firmeza al inmovilismo de un régimen que se resistía a su natural extinción, llevándose por delante a quien fuera -Tierno Galván, López Aranguren, García Calvo?- con tal de no ceder un solo milímetro a la libertad que ya era norma en el resto de países de nuestro entorno europeo. Pero España pedía cada vez más y los empujones culturales comenzaron a ser indisimulables. El dique terminaría por resquebrajarse con la muerte del dictador, la confusión subsiguiente y el decidido impulso de una ciudadanía que ya no admitía más tutelas.

2 Una transición fallida en lo cultura (así como en otras cosas)

El primer aluvión de libertades trajo también un determinado afán de puesta al día en educación, ciencia y cultura que parecía irresistible. Sin embargo y pese a los logros alcanzados, no era oro todo lo que relucía en ese aspecto. Las clases adineradas mudaron efectivamente de piel, pero sus objetivos y statu quo apenas sufrieron modificación alguna. Seguían siendo los controladores del cambio social y los que detentaban un mayor poder económico a la hora de acoger todo el flujo cultural que llegaba de fuera a oleadas imparables.

Los poderes políticos recién nacidos, si bien en un principio atendieron la imperativa necesidad educativa y cultural de la ciudadanía, se encontraron con un nuevo y goloso concepto que habría de servir a sus propios intereses más que al de la mayoría de los españoles: el electoralismo.

Es, o debería ser, sabido que la cultura y la educación fueron las ruedas sobre las que comenzó a caminar la incipiente democracia. La música popular y, no tanto, la culta pusieron banda sonora a los nuevos tiempos. El teatro, que llevaba tiempo reclamando su independencia y su poder de cambio, floreció como nunca. El cine rompió barreras estéticas. La literatura aró campos hasta ese momento yermos. Se irguió la danza. Las artes plásticas pusieron color al blanco y negro de la época anterior y dieron a luz a un descendiente de fuste: el diseño. Todo pareció explotar en un país que acababa de quitarse la bota militar del cuello. Pero?

Los poderes públicos plegaron enseguida velas, al descubrir que la cultura era un arma provechosa a la hora de conseguir el refrendo de unos votantes ilusionados con el nuevo tiempo. Alrededor del año 82 se paró el movimiento natural de las cosas y un ídolo se erigió sobre todos los valores: el dinero, que, naturalmente, se traducía de modo inmediato en poder.

Toda la cultura "útil" -aquella capaz de generar ese poder y que se podía traducir casi de modo inmediato en ganancias pecuniarias- pasó a ser subvencionada y/o manejada arteramente por los poderes políticos. Las administraciones se convirtieron en los únicos gestores culturales, asfixiando de modo total la posible gestión privada y haciendo inviable un mecenazgo -de grandes proyectos, pero también de cercanía- que en todo el mundo se ha comprobado como necesario para que la cultura pueda ser alimentada por otras vías. Las multinacionales -del cine o la música- tomaron nota y establecieron un estrecho diálogo con el Estado para ser, de acuerdo con su esencia, siempre beneficiarias. La artesanía casi desapareció y toda cultura que no respondiera a los intereses citados fue inmediatamente arrinconada. Simplemente, "no interesaba".

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