viernes, 29 de marzo de 2024
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Cesáreo Rodríguez-Aguilera

​El auge de la extrema derecha en Europa

Catedrático de Ciencia Política Universidad de Barcelona

La política en las poliarquías parece pivotar hoy alrededor de dos grandes tendencias: de un lado, los partidos del establishment, y de otro, los antisistema, los primeros de convergencia centrista y los segundos más bien radicales en sus diversas expresiones ideológicas. Más allá de esta primera aproximación, cabe interpretar tal dualidad en otros términos: partidos convencionales integrados en el actual modelo al que no ven alternativa y otros frontalmente opuestos al mismo. El problema para los primeros es que su margen de maniobra se ha reducido al mínimo puesto que parecen haber sido capturados por la tecnocracia, mientras que los segundos encarnan las diversas variantes del populismo que aparentemente proporciona respuestas.


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La pésima gestión comunitaria de la gran crisis económica que irrumpió en 2008, con graves consecuencias sociales, es el principal factor que ha alentado movimientos de protesta en varios países europeos. En general, la izquierda radical no ha tenido una fuerte capacidad de incidencia al respecto y la decepción por la claudicación del gobierno griego de Syriza liderado por Alexis Tsipras -que se tuvo que plegar a los dictados de la "troika"- ha limitado mucho las expectativas de esta área en otros países. En este sentido, la singularidad del presente consiste en que la mayor parte de los movimientos críticos con el establishment están liderados por la extrema derecha, que está sabiendo manipular a su favor diversos rechazos y descontentos, aunque su auge sea desigual según países.


La derecha radical ha centrado sus objetivos de denuncia en tres asuntos que le suelen dar dividendos electorales: la xenofobia antiinmigrante, el repliegue nacionalista, proteccionista y anti Unión Europea (UE) y la descalificación frontal de la "clase política" convencional acusada de parasitismo y corrupción. Los ultras crecen por razones tanto subjetivas (capacidad de liderazgo para recoger descontentos frente al agotamiento propositivo del establishment) como objetivas (la mal resuelta crisis de 2008, el deficiente funcionamiento de las instituciones democráticas). El discurso ultra (que parece "nuevo" pese a su arcaísmo de fondo) funciona: explota miedos, agrupa rechazos, rescata odios y promete salidas fáciles. En este sentido, la xenofobia y el chauvinismo han revigorizado el mito de que la solución parezca ser volver a las naciones "puras" y "soberanas".


LAS GRANDES COALICIONES DILUYEN LAS ALTERNANCIAS


La tan lenta y parcial rectificación de las ortodoxas políticas de austeridad económica y de estricto control del déficit público están limitando a los partidos tradicionales y ello da alas a los partidos de la extrema derecha. 


Mientras los partidos del establishment se parezcan tanto entre sí y sean incapaces de ofrecer alternativas a lo que hay, el terreno seguirá abonado para el desarrollo de la contestación frontal. 


En este sentido, es todo un síntoma que Alemania -la primera potencia económica europea- mantenga la política de gobiernos de gran coalición, algo que no deja de deteriorar a los dos grandes partidos nacionales, ya que si esta tónica se acaba convirtiendo en la norma seguirán retrocediendo de modo imparable.


Las grandes coaliciones diluyen las alternancias e impiden ensayar políticas distintas, algo óptimo para los ultras porque así pueden argumentar que los partidos convencionales son todos iguales. Si solo es posible desarrollar un tipo de políticas económicas, el desgaste de las mismas no parará de recortar la fuerza de los partidos del establishment porque está claro que tales recetas, aunque ahora estén empezando a superar la crisis, siguen agravando las desigualdades sociales y territoriales.


La extrema derecha refuerza mitos identitarios (la nación étnica) y proporciona recetas mágicas inviables (salir de la UE, expulsar a los inmigrantes). 


Es decir, los ultras son muy hábiles en la denuncia, pero sus propuestas son absolutamente demagógicas y, de aplicarse, tendrían consecuencias funestas para los países europeos y para los inmigrantes extracomunitarios. Los ultras señalan culpables fáciles (los inmigrantes, Bruselas, la globalización) y proponen fórmulas expeditivas primarias (cerrar fronteras, liquidar la UE, volver al proteccionismo). Más en particular, explotan la islamofobia: los musulmanes serían inintegrables, su horizonte cultural sería incompatible con los valores europeos, serían un lastre para el Estado del bienestar y aumentarían la delincuencia y el terrorismo. 


El otro gran argumento se centra en denunciar la globalización y el europeísmo, dos caras de la misma moneda desde su punto de vista: de ahí el repliegue proteccionista y el rechazo frontal de Bruselas. 


La UE es vista como un artefacto elitista, tecnocrático, desnacionalizador y antipopular. Por ello, los ultras exigen abandonar o incluso mejor desmantelar la UE para "recuperar" la mítica "soberanía nacional", reservar el Estado del bienestar a los "nuestros" y acabar con una "clase política" oligárquica privilegiada.


NO SIRVE LA DISTINCIÓN ENTRE NEOFASCISTAS Y NUEVA DERECHA RADICAL


Se ha llegado a un punto en el que la vieja distinción académica entre neofascistas y nueva derecha radical populista ha dejado de servir: esta dualidad fue útil para explicar los orígenes distintos de partidos específicos de estas tendencias, pero hoy están casi todos ellos amalgamados al coincidir en los tres objetivos señalados. Por ejemplo, es muy significativo que compartan euro-grupo en el Parlamento Europeo tanto el Front National francés -de claro origen neofascista- como la Lega Nord italiana- obvio ejemplo de nueva derecha radical populista. 


Marine Le Pen y Matteo Salvini comparten el mismo diagnóstico y proponen recetas muy similares de tipo excluyente.


Ante todo esto, de un lado, no tiene el menor sentido hacer concesiones al discurso y las recetas de los ultras desde los partidos tradicionales: ni menos Europa ni restringir severamente la inmigración son las respuestas. De otro, los partidos del establishment deben perder el miedo a presentar propuestas distintas, a confrontarse sobre fórmulas no coincidentes para encarar la crisis económica, corregir las desigualdades sociales y mejorar la calidad de la democracia. Legitimar parcialmente el discurso de la extrema derecha es doblemente suicida: reforzará sus argumentos y no beneficiará electoralmente a los partidos del establishment.


Además, la UE tiene un problema muy serio en su área oriental donde, tras unas logradas transiciones, se está produciendo una inquietante involución nacionalista y populista de corte reaccionario. Gobiernos como el de Hungría (Víktor Orbán) o Polonia (de hecho, controlado por Jaroslaw Kaczyński) están dando paso a regímenes iliberales ante los que se está reaccionando (todavía) con poca contundencia. La débil cultura pluralista de estos países ha contribuido a que en ellos la ultraderecha haya cobrado una gran fuerza que hace peligrar no solo la calidad democrática de los mismos, sino que afecta a todo el proyecto de integración europea.


En conclusión, para hacer frente a la extrema derecha hace falta avanzar en la federalización europea, corregir el déficit democrático comunitario, regular mucho más a los mercados financieros, recuperar el modelo social hoy deteriorado y corregir las grandes diferencias de renta entre países europeos, sin olvidar algo crucial: fomentar un espíritu cívico solidario paneuropeo.

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