
Javier Castro
Hasta Federico Trillo, en su papel de responsable de los temas de justicia en el PP, reconocía no hace mucho que "la Justicia aparece como el servicio cuyo funcionamiento menos satisface a los ciudadanos". Ante este hecho, ¿No cabría, al menos, preguntarse que subyace tras una percepción tan negativa? ¿Se reducen acaso los problemas e la justicia a una cuestión de "servicio", tal como opina Trillo? ¿No son acaso sus males más trascendentales de lo que aparentan? ¿No será que, al igual que sucede en otros ámbitos, arrastra la justicia problemas que se remontan a la transición democrática?
Según una encuesta del CIS (julio de 2011), el 71% de la opinión pública considera que la justicia funciona poco a nada satisfactoriamente. Peor aún es la opinión recogida por un barómetro encargado por el Consejo General del Poder Judicial, según el cual, el 81% de los encuestados opinaba que existía una excesiva lentitud en los procesos judiciales, que perjudicaba, sobre todo, a los más débiles e indefensos, y el Libro Blanco de la Justicia del mismo organismo consideraba que la morosidad de la Justicia afectaba a los más débiles en un porcentaje del 86%.
Estos y otros datos, junto a los reiterados escándalos relacionados con jueces y tribunales, y el tono general de corporativismo y conservadurismo que de ella emana, corroboran que la justicia no está cumpliendo su función social y, en tal sentido, poco tiene de extraño que los ciudadanos la perciban con enorme antipatía. Así, además del gran número de personas que consideran que la justicia es muy lenta, el 84% considera que el lenguaje que utiliza es excesivamente oscuro y, lo que aún resulta más alarmante, el 76% cree que lo más conveniente es no acudir a ella.