viernes, 26 de abril de 2024
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Joaquín Santo. Licenciado en Filología Hispánica y Diplomado en Trabajo Social

Nuestra sociedad es incapaz de percibir el problema de la desigualdad. Hace unos años, antes de la crisis, cuando creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles, la invisibilidad de la desigualdad podría resultar comprensible. Sin embargo, resulta bastante más difícil de entender que nada haya cambiado en esta percepción después del continuado aumento de sus cifras durante los últimos años, de la importancia creciente que se le da en los espacios mediáticos e incluso políticos y después de que se hayan producido importantes consecuencias en las vidas cotidianas de millones de personas.

Sucede que la desigualdad se percibe como un dato estadístico o un fenómeno anecdótico. Se considera que estamos ante un proceso natural o ante una especie de maldición bíblica: "Siempre tendréis a los pobres con vosotros". En general se aprecia un aumento de la pobreza pero esta realidad social no se relaciona con la desigualdad y, en todo caso, se piensa que estamos ante la consecuencia lógica de la crisis económica en la que todavía estamos instalados.

Pero pongámosle números al fenómeno. En los últimos cinco años y de acuerdo con los indicadores estándar aceptados por Eurostat (Gini y 80/20), España se ha convertido en el campeón europeo de la desigualdad, ha visto aumentar sus desigualdades como no lo ha hecho ningún otro país europeo pertenezca o no al pelotón de los torpes. Si no fuera por la última corrección del criterio de medida de estos indicadores realizada por el INE, España estaría a la cabeza de los 27 países de la UE en ambos indicadores. Para completar esta breve mirada numérica podemos añadir que la pobreza severa ha pasado del 8,4% en 2009 al 13,1% en 2013 (ocho millones y medio de personas) y que en el mismo periodo la tasa de riesgo de pobreza ha pasado del 21,3% al 30,4% (14,1 millones de personas). Hay nada menos que 700.000 hogares en los que no entra ningún ingreso recurrente.

La desigualdad es global

Jugando con las palabras se podría decir que la desigualdad no se produce únicamente porque haya cada vez más pobres sino también porque cada vez hay menos personas que acumulan cada vez más riqueza. Los números del informe Credit Suisse Global Wealth Databook son elocuentes al respecto: el 1% más rico de la población española detenta el 27% de la riqueza, si sumamos hasta el 20% más rico veremos que disponen del 69% del patrimonio; mientras tanto el 60% más pobre dispone sólo del 15,3%, un guarismo que evidentemente arroja peores resultados según vamos descendiendo en el análisis por deciles.

De acuerdo con el Nobel de Economía Joseph Stiglitz, este aumento de la desigualdad, que no se produce únicamente en España, es objetivamente una mala noticia socioeconómica porque afecta a uno de esos bienes intangibles que resultan imprescindibles para un funcionamiento eficaz de los mecanismos humanos: la confianza. Además las personas y corporaciones que acumulan esa riqueza no dudan en utilizarla para forzar las reglas del juego a su favor, algo que entorpece el funcionamiento de la economía al alterar la competitividad que debe ser inherente a un sistema de mercado y que acaba afectando al funcionamiento de las democracias al tener la capacidad (y utilizarla) de quebrar el criterio "un hombre/una mujer, un voto".

De alguna manera, vamos llegando al centro de mi argumentación. La desigualdad es un problema porque afecta al corazón ético de nuestra convivencia. La igualdad es, en realidad, uno de los valores fundantes de los sistemas políticos herederos de las revoluciones americana y francesa. Desde hace 200 años ningún sistema político ha sido considerado decente si no ha respetado, aunque sea mínimamente, los valores que sustentan el credo democrático: libertad, igualdad y fraternidad. Desde esta perspectiva la desigualdad es un problema por cuanto desmiente en la práctica aquello en lo que decimos creer y que consideramos fundamento de nuestra convivencia.

No se sale de la pobreza solo con esfuerzo propio

Es un hecho que rechazamos las tiranías y las dictaduras, presumimos de haber vencido los totalitarismos. Nos gusta vernos ante el espejo como una sociedad digna de apellidarse democrática. El problema es que cuando nos miramos al espejo a menudo sólo vemos lo que queremos ver y en materia científica lo que vamos a buscar. Como a la Alicia de Lewis Carroll nos conviene ir al otro lado del espejo, en este caso de los números y los análisis puramente científicos y descubrir en su esencia una realidad que, al menos en cierto modo, recuerda a la sociedad descrita por Dickens en al menos un sentido que nos resulta fundamental: la meritocracia no funciona, se ha roto el ascensor social.

Ese 30% de personas que se encuentran en riesgo de pobreza ya no pueden llegar donde quieran simplemente por su propio mérito. No es que no sea posible, es evidente que siempre se podrán encontrar ejemplos concretos y puntuales de lo contrario, pero las cifras objetivas demuestran que las personas que se han empobrecido con la actual crisis no pueden salir por su propio esfuerzo de la situación en la que se encuentran.

El sueño de la construcción de una sociedad de clases medias se ha desvanecido. Volvemos a un modelo caracterizado por una estratificación social cada vez más rígida, con bajísima movilidad, en el que la vida de la mayor parte de la población va a estar caracterizada por la precariedad y en la que el 30% más bajo de la escala social tiene serias dificultades para mantener unas condiciones de vida que podamos considerar dignas.

Además de otras fuentes el Informe sobre el Estado Social de la Nación publicado por la ADYGSS señala la confluencia de tres factores combinados como los provocadores de esta nueva realidad: se ha roto el equilibrio en la negociación colectiva a favor de la parte empresarial, el sistema fiscal es claramente perjudicial para los intereses de las clases bajas y medias y, finalmente, se ha producido un enorme recorte de un gasto social que ya era de por sí escaso (tenemos históricamente un diferencial con la media de la UE) y que ya era poco redistributivo. Por poner sólo un número el Sistema de Servicios Sociales, ya muy débil antes de la crisis, ha sufrido un recorte acumulado de 5.000 millones de euros en los últimos cuatro años.

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