viernes, 19 de abril de 2024
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Redacción

Grecia y la solución a los problemas del euro

Roger Senserrich. Politólogo

Roger Senserrich. Politólogo

Por si alguien no se ha dado cuenta aún, la eurozona tiene algunos problemas de diseño. El sistema monetario europeo es demasiado inflexible e incapaz de responder a crisis asimétricas dentro del bloque económico, la inflación es demasiado baja, no hay forma racional de ajustar balanzas comerciales, los estabilizadores automáticos acaban por actuar de forma procíclica y los ajustes presupuestarios acaban por ser brutales. Uno diría que los líderes del continente se habrían dado cuenta de todos estos detalles tras siete años de crisis económica y estancamiento, pero no estoy del todo seguro.

Estos días Grecia anda protestando ruidosamente sobre lo mal que le ha tratado la zona euro, y lo muy injusta que es su situación. Los indicadores económicos del país desde el 2007 son una especie de aquelarre digno de la gran depresión. Tras varios rescates, interminables negociaciones e incontables broncas desde Bruselas tienen su razón de estar cabreados, especialmente en vista de cómo muchas de las exigencias políticas asociadas a todas estas guerras acabaron por hundir completamente la economía del país.

La solución que siempre ha pedido Grecia (y de un modo u otro comparten la mayoría de economistas) es una combinación entre europeizar la deuda pública de los países de la zona euro y una integración del sistema bancario a cambio de unas reglas presupuestarias comunes para todo el continente. La idea es que los estados de la eurozona emitan deuda más o menos compartida y sus bancos estén respaldados con los recursos comunes como compensación de no poder emitir moneda para proteger sus depósitos, con mecanismos para evitar que nadie gaste lo que no tiene.

En teoría esta sería una solución justa: dado que la eurozona siempre tendrá países que crecerán más rápido que otros, es natural que el riesgo de caer en recesión y tener que endeudarse sea compartido por todos. Este riesgo compartido, sin embargo, debe implicar necesariamente una pérdida de soberanía en forma de disciplina presupuestaria común. Los alemanes, a fin de cuentas, sólo van a estar dispuestos a compartir su impecable acceso a crédito si españoles, griegos, italianos y portugueses prometen no irse de juerga con sus tarjetas cuando Merkel no está mirando. Esta mutualización de la deuda, a efectos prácticos, equivaldría a una reducción del volumen total del dinero que deben los deudores del sur, obviamente, ya que ahora estaríamos compartiendo parte del coste.

Económicamente sencillo, políticamente difícil

Que sea una buena idea, sin embargo, no quiere decir que vaya a ser fácil de implementarla. Un acuerdo de estas características exige un salto al vacío considerable para todos los actores implicados: a los países del sur, que llevan año comiéndose las galletas de la troika, les resultará difícil creer que si se portan bien los alemanes finalmente accederán a crear eurobonos, mientras que los países del norte van a necesitar garantías inapelables de buena conducta antes de dejar a los griegos remotamente cerca de una política fiscal autónoma. Aunque económicamente el acuerdo es relativamente sencillo, políticamente es una pesadilla de recelos, temores y desconfianza.

Lo curioso de la historia de los rescates de Grecia, sin embargo, y de toda la saga de horrores de la eurozona en general, es que tras muchos intentos, chapuzas y apaños negociados a última hora en Bruselas entre el pánico de los mercados es que esta solución ha acabado por imponerse. De hecho, si nos dejamos de retóricas, alaridos, ultimatums y chantajes emocionales varios y miramos los términos del último rescate del país casi podríamos decir que está ya en vigor.

Volvamos al 2012, fecha del último rescate griego, y año en que el gobierno de Samaras negoció una enorme quita de deuda con sus acreedores privados. Fue un acuerdo complicado con un montón de piezas móviles y con muchos banqueros comiéndose un 70% de reducción del principal de la deuda. A efectos prácticos lo que acabó sucediendo con ese acuerdo fue lo siguiente: un 75% de la deuda del gobierno griego acabó en manos de gobiernos e instituciones internacionales (FMI, organismos europeos varios); Grecia iba a pagar un 2,5% de interés en estos créditos; y el acuerdo establecía que el país debía tener un superávit primario (déficit antes de pagar intereses de deuda pública) de hasta un 4% del PIB para cumplir con sus obligaciones. Los plazos de los créditos de la troika y resto de gobiernos esencialmente se alargaban hasta el infinito, ya que nadie realmente se creía que Grecia iba a pagarles. El acuerdo entero estaba estructurado de modo que el montante total de deuda era básicamente irrelevante; lo único importante era crear una estructura formal que permitiera un sistema de pagos medianamente sostenibles para el gobierno heleno.

El acuerdo de 2012 con Grecia, un Frankenstein

Si uno mira las cifras de servicio de la deuda de Grecia ahora mismo, de hecho, verá que el rescate del 2012 fue relativamente efectivo. El año pasado Grecia pagó el equivalente de un 2,6% del PIB en intereses de la deuda; como referencia, la media de la eurozona es un 2,6%, y Francia pagó un 2,2% ese mismo año. Para un país que tenía un agujero presupuestario inenarrable el 2007, es una cifra increíblemente modesta, sólo posible gracias a la subvención colectiva del resto de la eurozona. Tenemos un país que en vez de pagar un 9-10% de interés en el mercado abierto (y tener que declararse en bancarrota de inmediato) está recibiendo créditos al 2,5% de sus vecinos que son más fiar. Aunque formalmente la deuda sea siendo del estado griego y la responsabilidad de pagarla recaiga sólo en ellos, la realidad es que los países de la zona euro están asumiendo gran parte de esa carga desde su papel de acreedores impasibles al riesgo. O dicho de otro modo, estamos mutualizando la deuda, aunque nadie lo diga en voz alta. La contrapartida natural a este hecho es que la troika, obviamente, exija cierta disciplina fiscal.

Es por este motivo que las demandas de Syriza y el revuelo que están armando exigiendo una renegociación de todos los acuerdos son especialmente extrañas. El acuerdo del 2012 con Grecia sobre el papel es un Frankenstein incomprensible en la más pura tradición tecnocrática europea, pero a la práctica funciona de forma bastante parecida a lo que sería una solución sostenible y racional para la eurozona. Por motivos políticos ni los alemanes pueden reconocer en voz alta que Grecia está viviendo de eurobonos ni los griegos podían decir que habían renunciado a parte de su soberanía a cambio de que otros paguen parte de su deuda, pero esto es lo que realmente está sucediendo.

En gran medida lo que estamos viendo es de nuevo un problema político, no económico. Tsipras llega al poder tras una campaña electoral donde la troika es la fuente de todos los males de Grecia. La débil recuperación económica del país no basta para salvar a Samaras (y la recuperación es débil en gran parte porque los países del norte están siendo absurdamente austeros, no porque Grecia no esté mejor), así que Syriza llega al poder tras hacer un montón de promesas ligeramente absurdas, cuando no irresponsables. Y lo peor, parecen estar dispuestos a cumplirlas.

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