En mi última crónica describí un escenario perturbador para el futuro de la universidad europea como resultado de los actuales procesos de reforma. Señalé que se trata sólo de un escenario posible cuya emergencia puede evitarse tomando algunas medidas exigentes.
En primer lugar, hay que empezar por reconocer que la nueva normalidad creada por el escenario descrito significaría el fin de la universidad tal y como la conocemos.
En segundo lugar, es necesario acabar con los vicios de la universidad anterior al proceso de Bolonia: inercia y endogamia detrás de la aversión a la innovación; autoritarismo institucional disfrazado de autoridad académica; nepotismo disfrazado de mérito; elitismo disfrazado retóricamente de excelencia; control político disfrazado de participación democrática; neofeudalismo disfrazado de autonomía departamental o de facultad; miedo a la evaluación disfrazado de libertad académica; baja producción científica bajo la apariencia de resistencia heroica a términos de referencia estúpidos y comentarios ignorantes de árbitros.
En tercer lugar, el proceso de Bolonia debe retirar de su vocabulario el concepto de "capital humano". Las universidades forman seres humanos y ciudadanos plenos y no capital humano sujeto, como cualquier otro capital, a las fluctuaciones del mercado. No se puede correr el riesgo de confundir la sociedad civil con el mercado. Las universidades son centros de saber en el sentido más amplio del término, lo que implica pluralismo científico, interculturalidad al conocimiento que tiene valor de mercado y al que no.