jueves, 18 de abril de 2024
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Fernando Rueda. Politólogo. Director del Observatorio de Cultura y Comunicación de la Fundación Alternativas

Demostrar que el sector cultural tiene una gran capacidad de generación de riqueza, crecimiento y empleo ha sido una de las preocupaciones de no pocos analistas investigadores y otros agentes durante las últimas décadas. Desde distintos enfoques, partiendo de muy diferentes premisas sobre qué sectores productivos forman parte de eso que llamamos industrias culturales y creativas, la lista se amplía o se reduce en función de corrientes de opinión o intereses concretos.

Las opciones son amplias: desde aquellas que incluyen solo a las industrias clásicas (cine, música y libro), a otras que añaden las de contenidos y entretenimiento, de comunicación, o todas las relacionadas con la propiedad intelectual, u otros sectores anejos, culturales o creativos, como el turismo cultural, el diseño, la publicidad o la arquitectura. O incluso aquellas que no son puramente industrias en tanto que productoras de bienes de consumo en serie, como los museos, el patrimonio, las artes escénicas, o las artes visuales.

Desde cualquiera de estos enfoques, se han generado en los últimos años datos interesantes sobre el aporte de la cultura a la economía, como su peso relativo en el PIB, el volumen y perfil del empleo cultural, el peso de las exportaciones o los niveles de consumo cultural, etc. Entre los factores que influyen positivamente, consideramos que las industrias culturales y creativas tienen generalmente altas tasas de retorno de inversión, altos niveles de competitividad en comparación con otros sectores y un capital humano más cualificado.

El centro de las políticas culturales debe ser el ciudadano

Además, para abordar las bondades de la cultura se añaden -y se mezclan- argumentos relativos a su capacidad para generar cohesión social, riqueza patrimonial, valores, símbolos e identidades, capacidad crítica o desarrollo de la libertad personal y colectiva. Y con todo ello, el debate genera algunas controversias en cuanto a las políticas que a partir de esos argumentos se deben poner en práctica.

No debemos olvidar, en cualquier caso que el sujeto de las políticas relacionadas con la cultura, no es la industria cultural en sí, o los creadores, productores, editores u otros intermediarios, sino, como en el resto de políticas públicas, el centro de las mismas no es otro que el ciudadano. El apoyo al sector cultural y creativo en este sentido debe ser un medio instrumental.

En la cultura hoy se está dando una crisis en tres dimensiones (económica, estructural, e ideológica): En medio de la actual crisis económica en España, que ha penalizado el consumo cultural y ha desmantelado el sistema de apoyos públicos a la cultura que venían funcionando hasta ahora, hay que sumar una crisis estructural más de fondo, debido a la revolución tecnológica y digital que está transformando los hábitos de consumo y ha puesto en cuestión no pocos modelos de negocio de la era analógica. Y en el fondo se trata también de una crisis de ideas y valores, en la que se cuestiona el papel del Estado y de la esfera pública en los asuntos culturales, en los que ganan terreno aquellas propuestas políticas que priman las leyes de mercado y la desaparición de los servicios públicos no esenciales, entre los que figuran muchos de los servicios culturales.

El peso de los intereses de esta economía ha llegado a tener tanta influencia en decisiones de Gobierno que cada día nos encontramos con decisiones que sitúan a la cultura únicamente como parte del negocio del entretenimiento, tanto en su faceta pública (y en el castigo consiguiente a usuarios y empresas como subidas de impuestos y recortes en los apoyos), como en su defensa de los sectores tradicionales y más reacios a los cambios.

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