Estado de bienestar y clase media resultan un binomio, las dos caras de la misma moneda. No se conciben el uno sin el otro. En consecuencia, su declive es común y, por añadidura, con efectos sobreañadidos como, por ejemplo, la destrucción de la socialdemocracia, que ha fundamentado en ellos su razón de ser.
Lo mismo que el alumbramiento del Estado de bienestar no fue consecuencia de un repentino cambio moral de las clases dominantes, su final no responde a su intrínseca maldad. Sin obviar, desde luego, que en ambos procesos tuvo que haber algo de esto (caridad, factores religiosos?), el motor de las transformaciones no es otro que el interés. Los hechos ponen manifiesto que el New Deal, que supuso la creación del Estado de bienestar americano, como el desarrollo de éste en el resto de Occidente, a través del Plan Marshall y otros mecanismos, estuvieron inspirados en los intereses económicos del gran capital de la época. En ambos casos, la reconstrucción prometía prósperos negocios; tras el crash del 29 en EE.UU y después de la II Guerra Mundial, a ambos lados del Atlántico.
Las iniciativas del Presidente Roosevelt y sus continuadores crearon el marco político adecuado para iniciar un proceso de acumulación que prometía ser no solo muy fructífero sino prolongado en el tiempo. Y el gran acierto de aquéllas políticas de Roosevelt fue ver que tal cosa no sería viable si no se incluía en el proyecto un generoso paquete social. Porque, al estilo clásico, sin el consenso de la población, no era posible alcanzar los ambiciosos objetivos económicos que se vislumbraban.