jueves, 28 de marzo de 2024
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Manuel Lucas Durán

La eliminación del dinero en efectivo y su conversión en divisa electrónica: ¿sueño o pesadilla?

Profesor Titular de Derecho Financiero y Tributario Universidad de Alcalá. Madrid


Resulta sorprendente que determinadas instituciones financieras avancen tan rápido y otras, en cambio, sean remisas a los cambios sociales y tecnológicos.


Efectivamente, en los últimos tiempos se ha logrado un hito histórico con la integración monetaria en gran parte de los países europeos, quienes han renunciado a sus propias monedas, hoy desaparecidas, en pro de una divisa más fuerte y estable: el euro.


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Por otro lado, la generalización de internet entre la población ha propiciado una mayor conectividad e interacción entre particulares (peer to peer o P2P), dando lugar a lo que se ha dado en llamar la "economía colaborativa"; y dentro de este sector, el ámbito de las finanzas se ha visto revolucionado por la creación de nuevas vías de financiación entre particulares -esto es, superando el sector oligopolístico de los bancos y otras instituciones financieras- como puede ser el crowdfunding (financiación colectiva o en masa).


Pues bien, no obstante lo anterior, las instituciones monetarias han sido menos propensas al cambio. Particularmente, en el siglo XXI, en plena revolución tecnológica, aún perdura el estereotipo de dinero físico que se ha venido utilizado en los últimos siglos, incluso, milenios.


Breve historia del dinero: ¿no han variado las necesidades financieras en los últimos siglos?


La acuñación de moneda es un hecho milenario. Se conocen divisas creadas con metales preciosos desde varios siglos antes de Cristo. Si nos referimos a los billetes, se trata de algo más reciente pero, en todo caso, pluricentenario. La representación de mercancías en papel fue propia de la Edad Media, con el advenimiento de la letra de cambio como instrumento mercantil de primer orden que beneficiaba la movilidad de mercancías, evitaba saqueos y favorecía, en definitiva, el comercio. Los billetes de banco, con antecedentes en la China del siglo IX, tienen probablemente su origen occidental en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII; y, de forma similar a como ocurriera con las letras de cambio siglos antes, supusieron sin duda un avance singular en las transacciones financieras. En efecto, como certificados de depósito que eran, permitían la tenencia y traslado de grandes cantidades monetarias en poco espacio y con poco peso.


Ahora bien, hasta el abandono del patrón oroa lo largo del siglo XX, los billetes de banco implicaban una contrapartida en gramos de dicho metal precioso en las reservas del respectivo banco central. A partir de entonces, el dinero se convirtió en meramente fiduciario, esto es, avalado sólo por la confianza que el mercado deposita en una determinada moneda y en el poder público que la soporta.



Sin embargo, el dinero en papel y moneda permanece inalterado en nuestra civilización y es usado a diario por millones de personas como medio habitual de pago 



Mientras tanto se han desarrollado medios de pago muy diversos, como serían -aparte de las transferencias bancarias o las tarjetas de crédito y débito, que ya tienen un cierto recorrido en el tiempo-, instrumentos más innovadores como Paypal, Google Wallet, monedas virtuales (como sería el caso de los Bitcoins) o bien sistemas de pago por teléfono como el Android pay o el Apple pay, por citar solo algunos supuestos.


Sin embargo, el dinero en papel y moneda permanece inalterado en nuestra civilización y es usado a diario por millones de personas como medio habitual de pago.


¿Tiene sentido mantener el dinero en papel y moneda en el actual mundo tecnológico?


Si bien se mira, pocas virtudes pueden aún predicarse del dinero en efectivo. Ello es así porque tal formato conlleva ineficiencias de todo tipo: se requieren recursos públicos para su diseño, emisión, control y retirada; es preciso su transporte físico, a veces incómodo; los billetes son fácilmente destruibles; y, sobre todo, permiten todo tipo de transacciones opacas, muchas de ellas en la economía sumergida, que detraen recursos públicos (vía impuestos) y posibilitan operaciones prohibidas e indeseables (como el pago de sobornos, tráfico de mercancías prohibidas, tratas con seres humanos, etc.) que amenazan nuestra sociedad desde múltiples puntos de vista.


Cierto es que la incursión de nuevos medios de retribución (el así llamado dinero de plástico -tarjetas- o el cada vez más extendido pago con terminales de teléfono) solventan en parte los inconvenientes que conlleva el dinero tradicional, facilitando enormemente el pago electrónico y, por otro lado, permitiendo una trazabilidad que ahuyenta, cuanto menos, las transacciones más oscuras. Sin embargo, por las razones que sean -falta de costumbre o desprecio intencionado- el uso de tales tecnologías dista mucho de ser general en nuestra sociedad, al menos en lo que respecta a los países del sur de Europa. De hecho, existen estudios que demuestran algo singular: existe correlación entre el uso de pagos electrónicos (p.ej. tarjetas de crédito o débito) y la reducción de la economía sumergida; o, dicho en otras palabras, a mayores porcentajes de uso de dinero en efectivo, más economía sumergida.


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Ahora bien, si el dinero en efectivo ya no implica la tenencia de certificados de depósito y se trata de una divisa enteramente fiduciaria; si hay alternativas más eficientes en cuanto a su emisión, transporte, tráfico y, sobre todo, trazabilidad y control, ¿por qué pervive una institución milenaria en nuestras avanzadas sociedades tecnológicas y no se ha avanzado en su sustitución por divisas meramente virtuales? Pues probablemente porque, por un lado, se presentan inercias sociales que lleva tiempo vencer y, sobre todo, porque existe un cierto miedo de las élites económicas -que, en definitiva, diseñan el devenir de las instituciones financieras- a un control excesivo del poder público sobre la vida de sus ciudadanos. Así lo ha expresado, parafraseando a Dostoevsky, Carl-Ludwig Thiele (miembro del Bundesbank) al decir que "el dinero es libertad acuñada".


Sin embargo, el Banco Central Europeo, consciente del uso dispensado a los billetes de 500 euros (en muchos casos, para realizar pagos en dinero negro) ha decidido dejar de imprimirlos, lo cual pudiera suponer el fin de los mismos a medio plazo. Y ello no se trata de una cuestión exclusiva de Europa. En Estados Unidos, se dejaron de emitir no sólo billetes de 500 dólares, sino también de 1.000, 5.000, 10.000 e, incluso, de 100.000 dólares. Precisamente por evidencias del uso de tales piezas de efectivo para actividades ilícitas, desde 1969 el billete más elevado en dicho país es el de 100 dólares. Por su parte, en España y otros países de nuestro entorno se han prohibido normativamente los pagos en efectivo por encima de determinadas cuantías. Es como si los poderes públicos de los distintos países fueran cada vez más conscientes de las disfunciones que conlleva el uso de elevadas cantidades de billetes en transacciones directas. Es lo que Kenneth S. Rogoff ha denominado "la maldición del dinero" en su famoso libro homónimo. En definitiva, ¿por qué ha de perdurar el dinero en su formato físico actual, incómodo e incontrolable, una vez iniciada la era digital?


El Bitcoin como pionero en el ámbito de las monedas virtuales: ¿ángel o demonio?


El Bitcoin supone un cambio significativo en el paradigma de los medios de pago a nivel mundial. Implica el reconocimiento de una moneda virtual que no es emitida por banco central alguno y, por lo mismo, que no puede controlarse por las distintas autoridades monetarias. Esto es, tal divisa impide a los bancos centrales (y autoridades públicas de los que tales instituciones financieras dependen) obtener riqueza de la mera creación de efectivo, les resta el poder que conlleva su control (en relación con los tipos de interés y la masa monetaria) y, paralelamente, les exonera de la protección pública que cada paíso unión monetaria brinda a su propia moneda, de carácter estrictamente fiduciario como se indicó más atrás. Podría pensarse, en definitiva, que el Bitcoin se rige por las reglas del mercado (oferta y demanda) y, por tanto, se aleja del intervencionismo de los distintos estados, lo cual le imprimiría una suerte de valor y confiabilidad adicionales.



En definitiva, ¿por qué ha de perdurar el dinero en su formato físico actual, incómodo e incontrolable, una vez iniciada la era digital?



La existencia de los Bitcoins como moneda virtual ha provocado una natural curiosidad, sin duda bienintencionada, por parte de sectores económicos y consumidores. Sin embargo, su opacidad también ha atraído a un gran número de actividades ilegales (como sería el caso, por ejemplo, de los hackers, como se ha puesto de manifiesto en los últimos meses con el virus wannacry). De hecho, los distintos estados contemplan confundadas suspicacias las operaciones en la citada moneda virtual; y ello no sólo porque les restringen competencias de intervención monetaria, sino, esencialmente, porque los pagos realizados con tal divisa se relacionan frecuentemente con bolsas de fraude e ilicitud.


Y en este punto es donde tiene, en mi opinión, su punto débil la citada moneda virtual: es una ilusión pensar que un determinado acto puede deberse únicamente a las reglas del mercado sin considerar la posible intervención del poder público en cuyo territorio o bajo cuya autoridad se realizan tales pagos. En definitiva, el Bitcoin podría llegar a ser prohibido como medio de pago en una determinada soberanía (o en varias), del mismo modo que se prohíbe el pago en efectivo por encima de determinadas cuantías; y a partir de tal momento el valor de la divisa, al verse claramente restringida en su funcionalidad, se devaluaría sin que autoridad alguna combatiera tal depreciación. Así pues, el mercado en tal caso jugaría en contra de los Bitcoins, pues los organismos reguladores son parte del mercado, y ello conlleva una gran volatilidad y, consecuentemente, poca confiabilidad en la moneda virtual citada.


Luces y sobras de la sustitución del dinero en efectivo en divisas exclusivamente electrónicas


Actualmente se está planteando la posibilidad de eliminar las monedas en efectivo para convertirlas en divisas exclusivamente digitales. Así lo están considerando para los próximos años algunos países escandinavos. Y algo similar podría ocurrir con el tiempo en la zona euro, Estados Unidos, Reino Unido, Japón y un sinfín de soberanías. De hecho, sería importante que, de realizarse, la transformación del dinero físico en electrónico se realizara de forma armónica y conjunta a fin de evitar el traspaso de ingentes sumas de dinero de unos sistemas monetarios a otros. Ahora bien, ¿es ello deseable?


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La respuesta no resulta en absoluto sencilla y depende, en gran medida, de posiciones ideológicas apriorísticas.


Así, la eliminación del dinero en efectivo, aparte de posibilitar cobrar intereses negativos que propician algunos académicos (y con aspectos acaso limitados a periodos de crisis), conllevaría mayores dosis de control en relación con las transacciones de los distintos operadores económicos. ¿Es ello en sí mismo negativo? No necesariamente. Al suprimir extensas bolsas de economía sumergida, existirían mayores posibilidades de combatir el fraude fiscal y otras actividades ilícitas que laceran y sangran nuestra sociedad. Con ello se ingresarían impuestos que los distintos países podrían destinar a reducir déficits presupuestarios y deudas públicas acuciantes o, eventualmente, a reducir otros tributos (o a mejorar sus servicios públicos). 



Si en la época de las monedas y billetes físicos la custodia del dinero conllevaba cajas fuertes inaccesibles y altamente vigiladas, en una eventual época de monedas digitales habría que invertir todos esos esfuerzos en medidas contra el pirateo informático



¿Implicaría ello una restricción relevante de la intimidad personal? En mi opinión, no siempre. Recordemos que hoy en día la Administración tributaria ya puede acceder a un sinfín de nuestros datos económicos y ello ha sido reconocido como legítimo por parte de los tribunales nacionales e internacionales. En definitiva, los intereses colectivos que conllevan la recaudación de impuestos, la lucha contra la delincuencia organizada, etc., deben entenderse proponderantes a intereses individuales (derecho a la intimidad). Todo ello, en el bien entendido de que se trata de injerencias proporcionadas, esto es, que no vayan más allá de lo estrictamente necesario para el cumplimiento de sus fines. Y, por supuesto, teniendo en cuenta que cualquier abuso de los poderes públicos en vulneración de la intimidad personal (p.ej. revelación de datos) debe condenarse sin miramientos en desacuerdo con la legislación vigente y conllevarían asociadas sanciones de tipo administrativo o penal.


Finalmente, podría pensarse en que hacer depender la salud del sistema monetario nacional, regional o, incluso, mundial, de algo tan etéreo como la electrónica conlleva elevadas amenazas, acaso insoslayables como se ha puesto de manifiesto recientemente con importantes ataques cibernéticos. Ello, que es cierto, se trata, sin embargo, de una cuestión que deriva de la propia evolución social: si en la época de las monedas y billetes físicos la custodia del dinero conllevaba cajas fuertes inaccesibles y altamente vigiladas, en una eventual época de monedas digitales habría que invertir todos esos esfuerzos en medidas contra el pirateo informático. Sólo se trata de una transformación de la idea de seguridad, consecuencia de una transformación tecnológica.


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