Manuel Yepe. Periodista
No es extraño escuchar, como justificación para algún delito menor, que la corrupción y la deshonestidad derivan de necesidades económicas insatisfechas de determinados segmentos de la población. Tal argumento no se sostiene a la luz del comportamiento del opulento uno por ciento de la población estadounidense que es dueño del 40 % de la riqueza nacional de los Estados Unidos.
Aunque la estructura financiera de la nación estadounidense -como la de todos los países capitalistas- está diseñada para favorecer a las capas privilegiadas de la población dueñas del capital, cada una de las corporaciones y cada supermillonario por separado dedican ingentes recursos a estudiar las formas y maneras de sacar beneficios de todo vericueto legal, cada ángulo y cualquier omisión legislativa que les pueda propiciar privilegios adicionales. Ello incluye el estudio de métodos aplicables para el soborno de políticos y otros medios ilegales o pseudo-legales encaminados al incremento de sus beneficios, a costa de los recursos que dejan de ingresar al fisco para ser dedicados a objetivos de beneficio social.
En los países capitalistas más desarrollados, los dueños de las mayores fortunas y las grandes corporaciones sufragan equipos de talentosos expertos, con todos los recursos más modernos de la tecnología y la ciencia, dedicados exclusivamente a trucar los sistemas impositivos destinados a recaudar los fondos que financian la salubridad, la educación y los servicios sociales del grueso de la población. En cambio, los superricos crean y operan fundaciones "sin fines de lucro" supuestamente consagradas al financiamiento de proyectos filantrópicos, ambientales, culturales o caritativos, (muchas veces para paliar miserias que ellos mismos han provocado) que en mayor o menor grado encubren propósitos evasivos de impuestos.