domingo, 28 de abril de 2024
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< ver número completo: La corrupción que no cesa
Stefano Abbate

​Corrupción y corrompidos

Director de estudios de Ciencias Políticas de la Universitat Abat Oliba CEU

El ejercicio público, cuasi catártico, del derecho a la indignación de la ciudadanía por los numerosos casos de corrupción de políticos y afines resulta ya una constante periódica. La repetición incesante y continuada de los medios de comunicación puede esconder el serio riesgo de anestesiar la capacidad de comprensión del fenómeno, para resolverse finalmente con un mero escarnio público, que tiene como único objetivo el sentirse no representado por los que ostentan el poder. De allí proviene y se retroalimenta el círculo de indignación y resentimiento que ocupa cada vez más capas de la sociedad.


Politics


Es cierto que el fenómeno de la corrupción no es un asunto que ocupa solamente nuestra sociedad. Ya en la antigua Roma las penas eran durísimas para los que en sus responsabilidades públicas faltaban al deber de justicia y honestidad. Lo novedoso de la cuestión es la incapacidad de ver las razones y el moralismo farisaico que lleva acarreando el fenómeno. 


La posibilidad de “corromperse” está intrínsecamente unida a nuestra naturaleza. 


Esto quiere decir que el orden de las cosas, tanto a nivel personal como político, no se produce de un modo mágico, sino que requiere continuamente un reajuste y un equilibrio que implica, lo queramos o no, una cierta ascesis, es decir, la continua sumisión de los apetitos a la razón. La dificultad de esta ordenación es cosa bien notoria a todos. Hacer el bien cuesta y no se impone, lo sentimos, con la fuerza de los eslóganes y de los gritos en las manifestaciones. La pérdida de esta realidad tan inmediata deja espacio a visiones míticas (o peor, oníricas) de la política según las cuales la política debería ser el espacio de la perfección y no el arte de lo posible.


EL PRINCIPIO DE TODO DESORDEN ES LA CODICIA


No obstante, estamos lejos de justificar con esto un cierto tipo de cinismo moral o peor aún de relativismo ético. Lo que se trata aquí es intentar descubrir ciertos mecanismos que conducen a la corrupción de lo corruptible, en este caso de los políticos y las razones de la reacción popular a dicho fenómeno. En el libro VII de la “República” de Platón encontramos un primer indicio de las razones de la corrupción, que el filósofo griego encuentra en el amor al honor que da lugar al régimen de la timocracia. El desorden comienza con un giro sustancial en quién debería gobernar, dando paso al poder a personas que buscan el lucro y no la excelencia mezclándose así con los mejores. El desarrollo de esta degeneración conduce, en resumidas cuentas, a un gobierno incapaz de dar el ejemplo y de educar a los ciudadanos produciendo la rebelión de estos contra aquellos que están en el poder, considerados ahora injustamente enriquecidos debido “a la cobardía de los pobres”, que en privado se dicen entre ellos: “estos hombres son nuestros, pues no son de valía alguna”. Dice Platón que esto es el comienzo de la democracia que conducirá tarde o temprano a la tiranía.


Ahora bien, parece ser que el principio de todo desorden es la codicia de los bienes y el afán de honores ¿No parece esto un rasgo propio no solamente de los políticos sino de toda nuestra sociedad? 


El desorden que manifiestan los políticos con sus fechorías es el mismo que se produce una y otra vez en muchas vidas, menos resonantes, pero igualmente afectadas por una competencia desenfrenada para adquirir cada vez más bienes de consumo, para al mismo tiempo adquirir un status y enseñarlo copiosamente y sin rubor a través de los canales de difusión de las microscópicas auto-representaciones de sí, entre filtros de Instagram y emoticonos varios. Cada vez más sordos a las necesidades del bien común, desarraigados de toda tradición y justicia para los demás, e implicados solamente con la propia autorrealización instantánea y, a poder ser, cuanto más pública mejor.


Hay un paralelismo claro entre los que se consideran vicios (o delitos) públicos y los que son los vicios privados instalados en una miríada de micro-comportamientos de los individuos.


Es cierto, que no es igual faltar a las responsabilidades públicas como servidor del bien común que como ciudadano privado. Tampoco hace falta comulgar con los libertarios para reconocer que las exigencias a las cuales el poder somete a los ciudadanos, por ejemplo, respecto a los impuestos. A menudo esconden graves injusticias, e incluso manifiestan solamente la voracidad de un Estado tributario.


QUIEN EJERCE EL PODER TIENE MÁS RESPONSABILIDAD


Un día el técnico eurócrata Monti, a la sazón primer ministro en Italia, llegó a decir que pagar los impuestos era de las cosas más bellas de este mundo. Será que aquí pensamos que haya cosas mucho más bellas, y que llamar corrupto a un ciudadano que no paga un impuesto puede resultar una tremenda injusticia. En cambio, notamos que de los políticos se espera que sean inmaculados e intachables. Y deberían serlo, sin duda. Pero las cosas son como son y también los políticos son corruptibles, en cuanto personas. La frase “corruptio optimi pessima” se atribuye comúnmente a San Gregorio Magno, y nos viene bien para explicar que es cierto que los que ostentan el poder tienen más responsabilidad a la hora de realizar la grave tarea de repartir lo común, lo que un tiempo se llamaba justicia distributiva. 


También es verdad que la naturaleza del político es la misma que la del ciudadano, por lo menos en el contexto que llamamos democracia. Los vicios de uno son los mismos vicios del otro.


Una vez quitado todo referente moral de comportamiento, abierta la caja de Pandora (que no es necesaria una justicia reconocida por cada uno de nosotros, sometida a leyes eternas), y que todos competimos continuamente para nuestra realización individualista resulta muy complicado, por no decir prácticamente imposible, generar una clase política digna de este nombre, y que sea capaz de resistir a la tentación de hacerse con una parte de lo común, destinado en un principio a todos los integrantes de la sociedad. Si vamos rastreando los últimos siglos de pensamiento político encontraremos dos grandes constantes, repetidas una y otra vez: una antropología negativa donde el hombre se rige por un deseo desmedido e incontrolado, y la creación de un Estado como un poder sin límites, único sujeto libre y racional. Dadas estas premisas, cuando el político se encuentra en la cumbre de un poder que no reconoce límite alguno y es movido por unos intereses particulares que no contemplan ningún bien común (pues su naturaleza no se lo permite), ¿cómo podrá evitar no usar el poder del cual es investido para un interés que no sea el meramente personal?


TAMBIÉN YO HARÍA LO MISMO


No nos equivoquemos, el mismo proceso de corrupción al cual está sometido el político va embruteciendo también a cada uno de nosotros. Educados en el valor de una libertad sin límites, acostumbrados a no tener límites ni en la escuela ni en las familias, desvinculados de toda referencia a Dios y a los demás, desacostumbrados al reconocimiento de la belleza y de la importancia de la cultivación interior a través de la renuncia y de la tan importante (¡y anticuada!) templanza, en ambientes urbanos grises, feos y despersonalizantes, corremos el riesgo de caer en la misma trituradora de la corrupción que primeramente es interior y solo luego económica.


Por esta razón, cuando se oyen estos gritos de escándalo y toda la fila de plañideras que practican el deporte nacional de rasgarse las vestiduras con reflejos pavlonianos, al salirla enésima noticia de corrupción de los políticos, nace la sospecha que tanto ruido se deba a que el mecanismo de la indignación permite no ver las mismas dinámicas en la vida de cada uno. Y, sobre todo, la intuición momentánea de que, al fin y al cabo, en las mismas condiciones del político, gozando del mismo poder y de la misma posibilidad de no ser descubierto, también “yo” haría lo mismo, pero ciertamente no me haría descubrir. Aquí está toda la cuestión: nadie puede prometerse a sí mismo que dada las condiciones de corruptibilidad no acabara siendo él también corrupto. Y tanto griterío e indignación nos parecen la modalidad de poner en off la reflexión de que la corrupción, que tanto espacio ocupa en los medios, es la misma gangrena de la cual nuestra sociedad y nosotros estamos irremediablemente afectados. 

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