martes, 23 de abril de 2024
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Redacción

La gran crisis de la desigualdad

Jaime Atienza. Director del Departamento de Campañas y Ciudadanía de Oxfam Intermón

Jaime Atienza. Director del Departamento de Campañas y Ciudadanía de Oxfam Intermón

Hace un año, 85 personas tenían tanta riqueza acumulada como media humanidad. En un solo año eran ya solamente 80 las personas que tenían tanto como 3.500 millones de personas. Y en 2016 el 1% de la población mundial acumulará tanta riqueza como el 99% restante; 70 millones de personas tienen tanto como 7.000 millones. Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, necesitaría vivir más de 200 años gastando un millón de dólares al día para agotar su fortuna.

Estas escandalosas cifras que expresan la desigualdad extrema hablan por sí solas, es difícil añadir algo más, deberían dejarnos un largo silencio de reflexión sobre el mundo que estamos construyendo, las sociedades en las que vivimos la herencia que dejaremos a las próximas generaciones. Porque mientras se produce esta concentración extrema, cada noche hay 800 millones de personas que se acuestan sin haber podido ingerir alimentos suficientes.

Y lo más preocupante no son estas cifras obscenas sino la amenaza que suponen para quienes viven en situación de pobreza, una cifra que ha caído gracias fundamentalmente a China y la India en años recientes, pero cuyos progresos están hoy bajo amenaza. Y crecen en millones cada semana el número de personas que caen en situación de vulnerabilidad.

Si a la crisis de desigualdad extrema que vivimos le sumamos otro elemento definitorio de nuestro tiempo, la crisis ambiental, tenemos dos elementos que se entrecruzan y retroalimentan. Quienes concentran la gran riqueza -países, compañías, sectores económicos- son quienes devoran el planeta, contaminan demasiado y provocan un daño irreparable al conjunto de la humanidad, muy especialmente a las personas más pobres que viven en regiones áridas y muy vulnerables, como la franja del Sahel.

De hecho en Oxfam se habla de un concepto que vincula estas dos crisis y alienta la espiral de concentración de riqueza, la perpetuación de la pobreza, y la situación de vulnerabilidad de una proporción creciente de población en el mundo. Es el concepto de captura política: la influencia de quienes más tienen sobre las leyes que rigen el destino de todas las personas se ha convertido en un factor que hace que la espiral de concentración crezca y crezca.

La crisis de desigualdad no tiene precedentes en la historia

Regulaciones a medida -volvamos al ejemplo de las telecomunicaciones en México-, privilegios de todo tipo para las grandes compañías, que se expresan por ejemplo en que en España los grandes grupos empresariales (LINK INFORME IBEX) tributen por debajo del 5% de sus beneficios, frente a PYMES que tributan al 16% y un tipo nominal del Impuesto de Sociedades del 30% (hasta 2015, en que recibieron como premio a esa bajísima tributación una rebaja).

Otro sangrante ejemplo es la manera en que los Gobiernos de diferentes países han tratado de restringir y retrasar la implantación de la Tasa a las Transacciones Financieras en Europa, una vez que 11 estados se pusieron de acuerdo: entrará en vigor en 2016 y los ministros de finanzas siguen tratando de reducir su alcance para que no "dañe a los agentes financieros"? Es decir protegen a unos pocos miles de personas al coste de perjudicar a cientos de millones de europeos que debieran recibir esos recursos de un sector responsable de la crisis financiera y rescatado por numerosos países. Una expresión palmaria de esa captura política a la que nos referimos.

Nos encontramos entonces con que la crisis de desigualdad extrema en que vivimos no tiene precedentes en la historia de un mundo de por sí desigual. Que los privilegios y agujeros fiscales que alimentan una concentración creciente son resultado de la captura política, ese matrimonio no expreso entre poder económico y poder político. Pero también sabemos que la ciudadanía es consciente, mayoritariamente, de este problema, aunque sea muy difícil romperlo o cambiarlo de tendencia. Entre un 60% (en EEUU) y más de un 80% (en España) de la población, según esta encuesta (LINK A ENCUESTAS OXFAM IGUALES) consideran que los más ricos tienen una influencia excesiva en las leyes y decisiones políticas.

En Europa la situación se agrava: crecen los millones de personas en condición de pobreza, más aún quienes están en situación de vulnerabilidad, y mientras tanto asistimos a escándalos como el desvelado en el caso #Luxleaks: acuerdos opacos entre grandes compañías para tributar al 1% sus beneficios generados en cualquier territorio en ese pequeño país. Un auténtico saqueo de los presupuestos públicos que expresa de manera muy clara, también, esa captura política y esa connivencia. A veces los paraísos fiscales no están en paradisíacas islas.

Y en Europa crece también un grupo que hace diez años no conocíamos: los working poor, personas con empleo pero que siguen en situación de pobreza por sus salarios de miseria, amparados en normativas laborales cada vez más flexibles. Y en paralelo al crecimiento de las brechas salariales, con diferencias de más de cien a uno dentro de compañías que nadie debería promover o autorizar.

De manera transversal una de las grandes desigualdades asociadas a las de ingreso son las desigualdades de género, que cruzan todo el espectro: salarial, de oportunidades, de derechos, de propiedad o de sufrimiento de un tipo de violencia focalizada atroz, la violencia de género? Una situación que requiere de políticas específicas y focalizadas diferentes en función de la realidad de cada país.

En síntesis, la desigualdad extrema constituye un grave problema por diferentes razones que solo enumero para que las tengamos presentes:

Amenaza gravemente los logros en materia de reducción de la pobreza conseguidos en las últimas dos décadas.

Le quitan las oportunidades de progresar y mejorar en la vida a millones de personas con pocos recursos, y perpetúan la pobreza en familias pobres, de generación en generación.

Rompen con la cohesión social -el contrato social de los tiempos de la Revolución francesa- dando lugar a un nivel creciente de violencia. No es casual que 41 de las 50 ciudades más violentas del mundo estén en la región más desigual, América Latina. Y la violencia es mala para toda la sociedad, también para quienes más tienen.

Daña la democracia, al no poder ofrecer el mejor sistema político que la humanidad ha sido capaz de inventar respuestas que mejoran la vida de la mayoría, y producirse formas de captura política contrarias al interés general.

Es un lastre para el crecimiento económico. Un número creciente de familias son capacidad de consumo y alejadas de los circuitos económicos abocan a los países a la ralentización del crecimiento, como ha señalado Christine Lagarde, la directora gerente del FMI.

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